sábado, 21 de febrero de 2015

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Lo bueno de todo era que estaba acostumbrada.
Un golpe y al piso. 
Pero luego había que ponerse de pie y sacudirse simplemente.

Y era buena en eso. 
Tomar todas sus cosas, todo lo que no le serviría desde ese momento, y ponerlas en una caja, con un nombre y una fecha. 
Qué mejor. 

Lo bueno era que ya era algo inherente en ella, casi un trámite.
Finalizar ciertas cosas, aunque fuera a la fuerza.
Abrir el baúl y dejarlo todo ahí, ordenado.

Lo malo es que ha hecho aquello tantas veces que cada vez queda menos espacio en ese refugio.

Lo malo es que cada vez que abre el baúl la invade una oleada de sensaciones hambrientas, desesperadas.

Lo malo es que para lograr guardar aquel nuevo final, tiene que reacomodar todos los finales antes de aquel. Y eso jamás es sencillo.
No para ella.

Pero procedía casi profesionalmente. Y cuando estaba llegando al final de el final del momento, se detenía un segundo.
Y escuchaba como todo lo que formó parte de ella en ese final se destrozaba. 
Y en ese momento de silencio se enfrentaba a esas dos opciones.

Al rendirse frente a ese final y resignarse a formar un nuevo camino. O resignarse a ella misma y a su terquedad y abrir todos los baúles, llorar todos los finales para terminar sobre sus propios trozos.

Nunca era sencillo con los finales. Y ella sabía que jamás podría ganar frente a alguno.

Pero algo que no cambiaría nunca de aquella experiencia, era la sensación de desconocerse totalmente, de volver a reconocer entre las cenizas una nueva alma.

Aquel renacimiento obligado era lo único que no la hacía rendirse ante la muerte después de cada final.